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Eldarya Diaries I - Ni Kansas ni conejos

21/9/18

Aquel matrimonio había sido un infierno desde el instante en que se pronunciaron los votos. Algo que se hizo sin pasión, como si diese igual comprometerse de por vida entre ellos que con un arciano. Siguió durante el banquete, donde él se dedicó a beber y a prestar más atención a sus compañeros de batalla y a las sirvientas que a su recién estrenada esposa. Y culminó la noche de bodas, cuando de sus labios salió el nombre de otra. De ese fantasma que los tenía malditos.

De ahí en adelante todo fue a peor, a pesar de que ella hizo cuanto estuvo en su mano para intentar que las cosas mejorasen. Nada sirvió. Pronto el deseo de intentar mantener una buena relación se convirtió en un desprecio similar al que le tenía él.

Y fue cuando empezaron los golpes. 

El primero fue inesperado para ambos. Incluso tuvo la decencia de disculparse al dia siguiente, ya sobrio. El segundo tardó en llegar. El tercero un poco menos. Y así sucesivamente, a medida que su relación empeoraba. Los golpes aumentaron y las disculpas disminuyeron. A pesar de todo ella siempre puso buen cuidado en evitar que nadie lo supiera. No, nadie debia saberlo. Nadie salvo Jaime, su otra mitad, a quien era imposible ocultarle algo así. No cuando acudía a su dormitorio todas las noches posibles para hacer con ella lo que debería hacer su esposo.

La cosa se calmó cada vez que se anunciaba un embarazo. Ni Robert era tan bestia como para agredir a una embarazada. Y menos cuando en su vientre se gestaba el futuro de la corona.

Los niños le trajeron nuevas fuerzas. Eran su razón para resistir, para seguir poniendo buena cara, para ocultar todo lo que llevaba años destrozándola. Tenía que aguantar por ellos, para segurar su futuro y su felicidad.

Ni siquiera recordaba por qué habían discutido ese día. Siempre era lo mismo: él se pasaba con la bebida, ella se pasaba con su lengua viperina. Los detalles cada vez le importaban menos. Lo que le importaba era que esa vez el golpe le había hecho perder pie y golpearse en los escalones de la sala del trono, por lo que además del labio hinchado le dolía medio cuerpo. Al encerrarse en sus aposentos para evaluar los daños y calmar su enfado pudo ver que en su brazo se estaba formando un moratón. Por lo que sentía, en la pierna le saldrían al menos dos más. Y se había torcido un pie al caer, de modo que también cojeaba. 

Se deshizo de su vestido casi arrancándoselo de rabia y se dejó caer en el lecho, solo con la camisola interior. Ahi pataleó, gritó contra un cojín y deseó la muerte de ese puerco que tenía por esposo de la forma más amarga que supo.

Y entonces la oyó.

- ¿Madre?

Una vocecita que conocía bien. Sólo ella pronunciaba esa palabra con tanta dulzura. Y, en ese momento, con algo parecido al miedo. Si Robert le había hecho daño, más le dolió alzar la cabeza, volverse a un lado y ver un rostro pequeño y asustado enmarcado de por una sedosa melena rubia.

- Myrcella... - Se quedó mirándola unos segundos. Myrcella. Su niña. Su princesa. La criatura que había traído al mundo para tener un destino similar al suyo - Te he dicho mil veces que no debes esconderte en mi ropero... 

No tenía fuerzas para regañarla. La niña había cogido la costumbre de colarse en su vestidor para jugar entre los trajes. A Cersei le parecía adorable, aunque cada vez que la pescaba tuviera que reñirla. No porque no quisiera verla jugar en sus aposentos, sino porque temía lo que pudiera descubrir estando allí escondida. 

Sus temores se habían hecho realidad. Su hija, quien sólo debería preocuparse por jugar y por conseguir algunos dulces extra, estaba ante ella, testigo de sus marcas, y sin duda asustada por ellas.

- ¿Qué os ha pasado? - la pequeña se acercó al lecho y trepó a él. Cersei quiso evitarlo, pero sólo atinó a intentar esconder el rostro entre los almohadones. Intento que no funcionó, pues Myrcella le tomó el rostro con sus manitas, tan asustada como seria - ¿Quién os ha hecho daño?

Cersei pensó en negarlo. En mentir, decir que no había sido nadie, que sólo se había caído. Pero algo en la mirada de la niña le dijo que esa mentira no funcionaría. Myrcella era muy joven. Apenas tenía seis años. Pero era lo suficientemente intuitiva como para saber que su madre estaba herida, que aquello no era fruto de una caída. Quizá, pensó Cersei, había oido rumores. Dio gracias porque al menos no había visto quién era el causante. No quería que su pequeña viviera con miedo a ese hombre al que llamaba padre. 

- Nadie importante, mi amor - se revolvió para acomodarse en el lecho y tiró de la niña hasta acomodarla contra ella. Sentir el pequeño cuerpo de la princesa contra el suyo, tan cálido, tan inocente, la hizo sentir mejor - No te preocupes, Myrcella. No es la primera vez que me llevo algún golpe - y no sería la última - Me pondré bien. Para ello sólo necesito que te quedes aquí conmigo un buen rato.

Myrcella asintió, acurrucada contra su madre como un cachorro contra una leona. No hizo más preguntas. Era demasiado joven para imaginar lo que pasaba y demasiado ingenua para descubrir lo mal que podía ir un matrimonio. Pero tenía la suficiente empatía para saber que su madre necesitaba abrazarse fuerte a ella. Quería hacerla sentir mejor y no sabía bien como, así que hizo algo que a ella siempre la calmaba: empezó a tararear una nana. La nana que Cersei le cantaba cuando despertaba asustada por una pesadilla y no quería volver a dormirse. 

Mientras escuchaba esa vocecita tarareando para ella, Cersei hizo una promesa. Myrcella jamás habría de pasar por lo que pasó ella. Dejaría que creciera feliz y amada, pero llegado el momento... llegado el momento le explicaría todo. Le explicaría la clase de monstruos que existen en el mundo. Lo haría porque, por mucho que le doliera romper su inocencia... peor sería que otros se la rompiesen a golpes.